"Los humanos insisten en creer que son máquinas que han aprendido a pensar, cuando en realidad, son pensamientos a propósito de los cuales se crean sus cuerpos".
De Merlín al Rey Arturo, en la cueva de cristal: Mitología Celta.
Este pequeño apartado no pretende analizar con profundidad filosófica, las bases de los fundamentos expuestos, sino tan sólo situarlos en el contexto general al que pertenecen. Las ideas propuestas tienen, como todas, antecesoras. Y como la mayor parte de las mismas, la presente, se encuadra en el marco dado por sus predecesoras. Así, las ideas rara vez escapan de la influencia local de la época en que surgieron. Sólo algunas pocas propuestas, de condición superior, se sitúan más allá del tiempo. No es el caso de la presente, ni de la teoría de Darwin, o la teoría sintética que deriva de ella.
En los tiempos de Darwin, no estaban muy difundidos los principios de la genética, por lo que la fuente de variabilidad genotípica no era fácilmente deducible de las observaciones. Sólo la racionalidad de Darwin y otros, permitieron descubrir lo que no era evidente. Era más fácil pensar en los términos de Lamarck, como lo hicieron la mayoría de los biólogos de la época.
Pero el centro de la idea evolucionista no es la fuente de diversidad, sino la idea de la selección natural.
Detrás de ella, se "esconde" otra reconocida idea evolucionista, tal es la supervivencia de los más aptos, y esto nos lleva a la idea de la lucha por la existencia. La lucha por la existencia, se sitúa en un marco local, vinculando estrechamente el proceso de evolución al de adaptación. Y la supervivencia de los más aptos plantea un interrogante, cuya respuesta nos conduce casi al corazón de la idea Darwiniana, que es: "¿Qué condición significa una mayor aptitud?". Y la respuesta es, el éxito reproductivo diferencial.
Hoy es más fácil aceptar que la ventaja de los que sobreviven no se encuentra siempre en que puedan dejar más descendientes (saturación del predador), sino en que pueden mantener mayor información efectiva en el tiempo (Margalef).
Pero en aquel momento, no lo fue.
Así, la importancia de los individuos, y su supervivencia, sucumbe ante la supervivencia de la especie. Lo individual se opone a lo colectivo, y en ese contexto, prevalece la especie por sobre los individuos.
Y si bien en caso de encontrarse opuestos, puede ser aceptable que prevalezca lo colectivo por sobre lo individual, no es conveniente aceptar con los ojos cerrados, que deban siempre encontrarse en oposición.
Pero aún a la noción de lucha por la existencia, subyace otra idea, y es que en toda especie nacen más individuos que los que podrán sobrevivir. Y la pregunta que se plantea es ¿Por qué?. Pues sencillamente porque la generación de recursos avanza más lentamente que la velocidad con que se los consume.
Rápidamente, la supremacía de lo colectivo por sobre lo individual se instauró en las mentes de quienes, en su momento, no pudieron sustraerse a la noción de considerar que, inexorablemente, lo colectivo se opone a lo individual. En un mundo modelado por una revolución industrial en curso, y en el que no sólo Malthus o Darwin pensaban en estos términos, cierto sesgo en la interpretación de la realidad, se extendió a otros campos de la actividad humana.
Y fue así que terminamos engendrando teorías sobre cómo repartir los escasos recursos disponibles, en vez de preocuparnos por generarlos con mayor eficiencia, con la firme creencia de que así se protege a los más débiles y quizá, a toda la raza humana.
Pero el mundo del siglo XX cambió el enfoque de las cosas, y comenzamos a preocuparnos por generar más recursos. Supuestamente, luego debíamos ocuparnos de repartirlos equitatívamente. Sólo Dios sabe si lo hicimos.
Lo cierto es que, de todos modos, ninguno de estos enfoques se sustrae a la visión general que en su época, se tuvo de la realidad, y ninguno de los dos abandona la concepción meramente materialista de la condición humana.
La reflexión no pretende que nuestra mente se recueste en el misticismo. Pero no perder de vista la realidad superior de la que somos parte, y de la que sólo nos damos cuenta cuando miramos los ojos de nuestros hijos, o cuando una lápida nos separa de lo que queda del cuerpo de nuestro padre, puede ser saludable.
Porque la ciencia, nuestras observaciones, y nuestros razonamientos podrán enseñarnos mucho, pero es el amor que sentimos por lo que vemos, tocamos, escuchamos, o de algún modo conocemos, lo que más nos enseña acerca de nosotros mismos.
Una rara forma de "mecanicismo positivista" parece inducirnos a pensar que somos unas extrañas máquinas bioquímicas, que hemos evolucionado y, finalmente, aprendimos a pensar y a sentir, como genialmente lo resumieron los antiguos Celtas en la sentencia que preside el capítulo. Sentencia no menor, que inspiró al mismo Shakespeare a recrearla cuando "su" Próspero sentencia "nuestros cuerpos son la materia de la que están hechos nuestros sueños".
Nuestros sentimientos y nuestros pensamientos son mucho más, que las palabras que los intentan capturar. Y nosotros mismos quizá, seamos mucho más que lo que nuestros cuerpos parecen hacernos creer acerca de nuestra identidad. El tiempo que separa a una generación de otra, sólo evita que existamos todos a la vez, del mismo modo que las distancias del espacio evitan que estemos todos juntos, en el mismo lugar. Pero es probable que ni el tiempo ni el espacio que conocemos, atrapen nuestra identidad en toda su dimensión.
Saber sobre nosotros y sobre el origen de nuestras ideas, puede no ser un empeño inútil, y puede además, ayudarnos a comprender nuestro extraño mundo y su casi inasequible naturaleza.
Continuación: Bibliografía.