Casi a diario paso caminando a primera hora de la mañana por una céntrica plaza de mi ciudad con paradas de autobuses, puestos de helados y bancos. En la puerta de uno de ellos siempre encuentro, a la misma hora, a la misma persona, entre cajas de cartón, mantas y objetos incomprensibles. Tiene la mirada inteligente e inofensiva, pero quién sabe. Apenas habla, sólo escribe. Escribe filas y filas de palotes; escribe como cuando todos nosotros aprendíamos a escribir, intentando no sobresalir, no hundirnos, intentando hacer flotar el bolígrafo o el lápiz entre esos palotes sin salirnos de la raya. Toneladas de folios.
Nunca he dudado que los comportamientos maníacos proporcionan calma a quien los necesita y adquiere. Yo no tengo especial interés en lavarme las manos tán frecuentemente. Simplemente, me pone nervioso no hacerlo de vez en cuando, "el cuerpo me lo pide". Es una suerte que mi cuerpo me pida hacer algo que es relativamente sencillo de conseguir, socialmente aceptado, y con una frecuencia no demasiado alta.
Mi cuerpo me exige que me abrigue cuando hace frío o busque el fresco cuando hace calor. Como nos dice José Antonio Jáuregui, en El ordenador cerebral y en otros de sus trabajos, el cerebro es esclavo del cuerpo. El cerebro se las tiene que apañar para conseguir lo que el cuerpo le exige, bajo la amenaza del dolor.
Lo que el cuerpo exige al cerebro, bajo la amenaza del dolor, ha sido definido genéticamente de forma redundante en todas las células que forman ese cuerpo mediante una cadena de ADN, sujeta a cambio y selección. Como ya se ha dicho muchas veces, la reacción de estrés que hace que nos suba la tensión y se tensen nuestros músculos cuando negociamos el sueldo en una entrevista de trabajo es herencia genética de la vida en la selva y mucho más adecuada para atacar o salir corriendo que para dar con las frases adecuadas. Es por tanto un defecto de nuestra programación genética, un aspecto en el que el aprendizaje a nivel de especie todavía tiene asignaturas pendientes. Son muy interesantes los planteamientos que hace Richard Dawkins en El gen egoísta en este asunto.
Podemos observarnos a nosotros mismos actuando múltiples veces según alguna de las tres clásicas reacciones físicas ante el peligro: atacar, huir o esconderse -quedarse inmóvil- en situaciones en las que dicha reacción es totalmente inapropiada. Ser conscientes de ello da a la situación un tono humorístico y mientras la evolución no nos dote de nada mejor, esta técnica puede servir para superar el mal trago. Mientras tanto, la evolución natural intenta -metafóricamente- encontrar las reacciones apropiadas ante los nuevos contextos para seleccionar para la reproducción a dichos individuos.
El cambio no es rápido. La ventaja que supone distinguir cuándo se ha de reaccionar con estrés físico o mental ha de aparecer, favorecer la supervivencia para la posterior reproducción y perpetuación de esa característica mediante la del individuo que la posee, transmitirse y extenderse. En algunos aspectos parece que el entorno del ser humano cambia a una velocidad que el lento mecanismo de aprendizaje a nivel de especie no puede seguir. Al menos, no en cuanto a cosas tán específicas. Podrán seleccionarse cualidades más generales, como ser inteligente, ser fuerte o grande, tener buena memoria, ser buen actor, o ser autodisciplinado. Pero a la naturaleza -metafóricamente- le cuesta descubrir si ponerse colorado y tartamudear cuando pasa cerca el amor es o no una buena idea.
La naturaleza nos programa genéticamente como máquinas en las que se define bajo qué condiciones se provocará la sensación de dolor en el yo sensible para que éste active el funcionamiento del cerebro, de forma que éste último se las apañe como pueda para conseguir evitar dicha sensación de dolor.
En los seres vivos esta programación evoluciona con la especie. Es útil, pero no agradable. Sufrir frío o calor cuando salimos de ciertos rangos de temperatura es algo que funciona para conseguir mantener el cuerpo vivo, pero sería perfectamente posible que la mente se encargase de dar las órdenes necesarias, como un autómata, sin que realmente nadie tuviera que sentir nada de todo esto.
Ya que la definición de lo que provoca el dolor está sujeto a cambio y evolución, las configuraciones más beneficiosas, naturales o artificiales, se encontrarán, se transmitirán y se extenderán.
La empatía con el resto de seres vivos es un importante ejemplo de posible configuración beneficiosa si es asociada a un mecanismo de asignación de placer y dolor. Si nuestro cuerpo nos obligase a sentir algo parecido a lo que sienten nuestros semejantes, el cerebro de cada uno buscaría la forma de conseguir el bien común. Se produciría una correspondencia entre beneficio propio y común. El conjunto de individuos con esta propiedad formaría una entidad de nivel superior unida y poderosa, de la misma forma que las células de nuestro cuerpo forman un organismo.
A priori, no parece en absoluto sencillo que esto ocurra. Buscar el beneficio indiscriminado de los demás tiene pinta de no ser una estrategia estable. Sería necesario algún mecanismo de reconocimiento de los otros individuos con esta característica, o mientras esto no existiera, una memoria de sucesos pasados y un criterio que niegue el beneficio a aquellos que han demostrado no tener dicha característica. Pero para la naturaleza y la evolución parece no haber nada imposible. Si algo favorece la vida, la autoperpetuación, la naturaleza acaba encontrando como llegar ahí.
Así que de todas formas, tal vez esto pudiera estar ocurriendo ya. Su manifestación no es evidente, por lo que imagino que pudiera producirse de la siguiente forma: Por una parte nuestro subconsciente trata de responder empáticamente con nuestros semejantes, teniendo esto un origen genético. Por otra, nuestro consciente trata de compensar el exceso de altruismo con comportamientos egoístas, teniendo esto también un origen genético.
La conciencia como conocimiento de lo que está bien y está mal es bastante uniforme. Contra esta afirmación existen comparaciones interculturales nada despreciables, pero que pueden ser interpretadas como distintas aplicaciones de unos mismos principios básicos. Por ejemplo, unas veces se ha excluido a las mujeres del conjunto de los seres con derecho, otras se excluye a los chimpancés. ¿Por qué voy a admitir a las mujeres y no a los chimpancés, cuando me parezco más a los segundos que a las primeras? Una vez definida la barrera, ya se sabe lo que está bien y está mal. Aunque nos sentimos realmente libres de actuar de una u otra forma, también nos sentimos realmente atados a saber lo que está bien y lo que está mal, y a sentir desde una inevitable inquietud hasta un terrible "cargo de conciencia" cuando sabemos que obramos mal.
Puede ser hasta aterrador descubrir o comprender que la barrera que define dónde empiezan los seres con derecho la aplica el consciente, mientras que el subconsciente pretende aplicar la etiqueta a todo lo que pase por delante.
Esta interpretación no encaja con la visión del subconsciente -altruista- como primitivo, situado en las partes profundas del cerebro y el consciente como evolucionado -egoísta-, en la corteza cerebral. Simplemente, los niños pudieran ser más egoístas por tener el subconsciente -el altruismo- aún poco desarrollado, lo mismo que el egoísmo consciente. Lo admirable de los niños no es su altruismo o egoísmo, sino su falta de ellos, su naturalidad.
¿Cómo será potenciada esta característica en el futuro? ¿Cómo podemos nosotros potenciarla? Tal vez con la capacidad de reconocer la empatía en el prójimo. Tal vez liberando al subconsciente del filtro consciente. Tal vez llevando al consciente los impulsos inconscientes; tal vez en ese caso, el terrible miedo al dolor por obrar mal, la satisfacción por obrar bien, tome el control.