Andaba dejando atrás profundas huellas sobre la arena. De pronto volvió la cabeza. Se dio cuenta de como, sin embargo, las olas no querían dejar testigo de su paso sobre los infinitos trozos de concha, que los hombres llamaban arena. Pero estaban tan locas, que eran capaces de tirarse, a sabiendas de que se iban a estrellar y romper en miles de pedazos, contra titánicas rocas. ¿Cómo iban a dejar en paz sus insignificantes huellas?
No necesitó más de un segundo para calcular la velocidad, fuerza y potencia máxima de las olas e ingeniar un complicado sistema, que unido a unas zapatillas podrían dejar eternas huellas sobre aquel cementerio; un equipo de físicos y matemáticos expertos hubieran tardado seguramente más de cinco años en conseguirlo. Pero para él un segundo fue suficiente.
Miró la Luna. En aquellos momentos iluminaba unas nubes con fascículos de luz amarillenta. Recordó cuanto trabajo le había costado cierto día, plasmar sobre una tela unas nubes parecidas. Recordó la primera vez que observó una puesta de Sol y el extraño sentimiento que experimentó, sentimiento que otros habrían llamado tristeza. Recordó la vez que las describió hablando de ellas en un poema.
Ese cielo era perfecto. Así lo calificó. Y de pronto se le ocurrió comprobar si aquel adjetivo se le podía aplicar él. Quiso saber si era perfecto. Reunía todas las virtudes a las que un hombre hubiera podido aspirar: era un erudito, las ciencias exactas no le ocultaban nada, además era un gran pintor y escultor y cómo no, un gran atleta; dotado de una exquisita sensibilidad que le convertía en un magnífico escritor y orador. Aun así, no se autocalificó perfecto. Recordaba a su amo diciéndole:
- Por buenos que seáis siempre seréis nuestros esclavos, no tenéis alma, no sois unos seres vivos.
El amo siempre le hería en su único punto débil, su alma, diciéndole:
- En lugar de alma tenéis un puñado de arena, por eso sois inferiores
Esto le molestó solamente porque al no ser perfecto no podía ser suficientemente útil a su amo. Analizó las consecuencias y llegó a la conclusión de que al no tener alma no sentía amor, pena, odio...
Siguió recordando todos los hechos importantes de su vida y por fin encontró algo calificable como un acto de amor: la hija de su amo había deseado, solamente deseado, sin darle ninguna orden, un día lluvioso de otoño, que se le cumpliera cualquier deseo. Y él hizo una máquina que resolviera el problema. Tenía forma de pirámide y en cuanto a sus colores basta decir que eran más vivos que los del Arco Iris. Era suficiente estrecharlo en la mano y desear algo, aquello se cumpliría.
¿No era amor sacrificar y entregar su corazón a alguien? Y es que aquella pirámide llevaba en su centro, un trozo de la fuente de energía que le alargaba la vida. Se la había extirpado. Era perfectamente consciente de que ahora viviría menos de la cuarta parte de lo que debió vivir. No le importaba.
La pequeña ama, pues no era más que una niña, cogió la pirámide y formuló quien sabe que deseos. Luego se la enseño a sus amigos, pero estos la quisieron coger y durante la riña, cayó al suelo. Con lo frágil que era no pudo resistir a semejante impacto y quedó reducida a un montón de añicos. A él solo le dijo:
- Gracias, ha sido preciosa, me ha encantado.
Él se quedó muy triste ya que no pudo entender si lo que le había gustado había sido el regalo o el enseñárselo a sus amigos para que estos lo rompieran. Porque ni por un momento pudo creer que la pequeña ama no fue consciente de lo que iba a ocurrir.
Las olas seguían comiéndole las huellas sin parar.
Entonces pensó que para que realmente fuera un ser vivo solo necesitaba odiar. Lo consideraba pueril, vulgar y cruel, pero eso le habían dicho, que los seres vivos sentían odio.
Había recorrido ya bastante distancia estando ahora muy lejos de la ciudad. Sus pies eran acariciados por las templadaas olas del mar y sus oidos disfrutaban de una bella música natural, combinación entre gritos de aves, olas y susurros de grillo.
Se agachó para ver a un pobre y diminuto caracol arrastrarse hacia el agua. Pero antes de que las olas se lo hubieran podido llevar con ellas algo muy pesado se le cayó encima.
Lo sintió diez segundos antes de derrumbarse. Las pilas se estaban terminando. No había nada que hacer. Lo único que se podía intentar era mandar un mensaje de socorro con sus coordenadas usando la energía auxiliar de la memoria. Pero eso equivaldría al olvido total e irremediable de todo, hasta de sus personalidad. Sólo habría salvado su cuerpo, su espíritu se habría ido para siempre.
En aquellos difíciles momentos al ver también la agonía del caracol pensó que seguramente aquel diminuto molusco no le guardaba rencor, no le odiaba. Tal vez se lo agradecía: ya no tendría que arrastrar la pesada concha detrás de sí nunca más. Si así era, los caracoles no odiaban, pues ¿que era más digno de odio que el ser que les mataba?
Sí. No estaba equivocado. Él era un ser, igual que los caracoles. En realidad, su cerebro, su alma, estaba hecha de silicio que se extraía de las conchas de los caracoles, de la arena. La parte más importante de su cuerpo era el silicio que debía a un caracol igual que el que yacía debajo de su cuerpo. Significaba eso que él era hermano, al compartir el mismo alma, con todos los caracoles de esa playa. Estaba tan vivo como cualquier otro caracol. Era un hijo de Neptuno. Un diminuto molusco se lo había enseñado. ¿Valía pues la pena sacrificar aquellos dos segundos de euforia que le quedaban por una eternidad vacía de tristeza y alegría?
Lanzó un mensaje diciendo:
-¡Soy el primer hombre con alma de caracol!